PIRÁMIDES
OCIO #46PIRÁMIDES
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En el subconsciente humano, la relación de concepto entre una pirámide y una montaña es inmediata. Las montañas son extraños lugares entre el cielo y la tierra. Tan pronto resultan evidentes como esconden secretos o señalan signos ocultos en el universo. Construir montañas es una tarea solo a la altura de dioses o, en su defecto, sus representantes sobre la tierra, los reyes y los emperadores.

En lo que a imperios se refiere, China tiene un lugar especial en la historia. Pocos gobernantes en la Tierra han disfrutado de mayor esplendor que los de la gran nación asiática. Sin embargo, envueltas en misterio y a pesar de su importancia, es poco lo que sabemos de las pirámides chinas. La mayoría se pueden encontrar en la región de Shaanxi, cerca de la antigua capital imperial de Xi´an, durante siglos una de las ciudades más maravillosas del mundo. Desde ella emperadores y notables de tres dinastías gestionaron las riquezas de un vasto y poderoso imperio y encomendaron a sus ingenieros la construcción de tumbas que conmemorasen su grandeza para toda la eternidad. Hoy, entre arrozales, se alzan aún estos gigantes de tierra prensada, guardando los secretos de aquellos que aún las ocupan. Está expresamente prohibido excavar sus contenidos, aunque una de las tumbas, la de Qin Shi Huang-Di, primer emperador de la China unificada, ya reveló parte de sus secretos cuando se descubrió el ejército de terracota que debía acompañarlo al Más Allá. En cuanto al resto del enterramiento, las fuentes históricas hablan de un vasto palacio subterráneo ricamente decorado, con cielos de piedras preciosas a modo de estrellas y un enorme mapa en relieve de los dominios del Emperador, con mares y ríos de mercurio líquido.
Quienes más explotaron la utilidad funeraria de las pirámides fueron, sin embargo, los egipcios. Al menos 118 pirámides destinadas a faraones y reinas del Imperio Antiguo jalonan las orillas del Nilo. Aunque las más famosas son las tres pirámides de Guizeh, para encontrar las más hermosas hemos de dirigirnos al sur. Dejando atrás el recinto de Saqqara, más allá de Dahshur y la pirámide Negra, la pirámide de Meidum se erige solitaria sobre el polvo y la roca desde hace más de 4.000 años, cuando el faraón Seneferu la convirtió en la primera pirámide de caras lisas de la historia. No se sabe si llegó a utilizarla, pero parece que se derrumbó parcialmente durante el Imperio Nuevo, quedando únicamente su estructura interna. Y así la vemos hoy, una torre solitaria en medio del desierto, desafiante a pesar de los siglos.


Si una pirámide impresiona, solo hay que imaginar el efecto que tendrían varios cientos de ellas ante nuestros ojos. A unos 1.400 kilómetros más al Sur, en el actual Sudán, se alzan las pirámides de Meroe y Napata, más de 250 tumbas en total pertenecientes a la realeza y la aristocracia kushitas. Gracias a ellas y numerosas ruinas, hemos podido conocer una cultura rica y compleja, con gran influencia histórica y artística egipcias pero con una fuerte identidad. Pocos son los que no pierden el habla al admirar Meroe por primera vez. No por el tamaño de las construcciones ni su riqueza, sino por la majestad que desprenden sus piedras milenarias recortándose bajo el sol de Nubia, mientras el viento y la arena susurran a su alrededor, igual que lo hacían en tiempo de los grandes reyes que las edificaron.
La fascinación por estos monumentos es algo que ha acompañado al ser humano desde siempre. Ya en tiempos de la Roma republicana magistrados, tribunos, patricios y altos funcionarios admiraban la estética de este misterioso mundo faraónico y la introducían en muchos aspectos de sus vidas. En los últimos años antes de la génesis del Imperio, uno de estos próceres en particular llevó esta admiración hasta sus últimas consecuencias. En el 18 a.C., el magistrado Cayo Cestio Epulón decidió construirse una tumba a imagen y semejanza de los señores de aquellas tierras más allá del mar. La llamada pirámide Cestia, con sus 37 metros de alto cubiertos por completo del mejor mármol travertino, se alza aún en su lugar original. Aunque originalmente se encontraba a las afueras de la ciudad, el crecimiento de la urbe terminó por alcanzarla, y desde hace siglos forma parte distinguida de la muralla Aureliana. Todavía hoy, aunque su interior no contenga más que una discreta cámara mortuoria saqueada quién sabe hace cuánto, resulta enigmática. Un símbolo de un mundo complejo, en tiempos pasados se decía que aquella era la tumba de Remo, y una parte de todos aún desea que así fuese.


Los misterios de la antigüedad encuentran su eco en todas las dimensiones de nuestro tiempo. Vivimos y morimos según cánones y ritos desarrollados a lo largo de siglos y milenios, y tras cada acción y cada construcción podemos escuchar, las voces de los que vinieron antes. Somos herederos de millones de vidas y de ideas que compartimos cada día y que enriquecemos para las generaciones venideras; en lugar de la muerte de algún rey del pasado, esta última pirámide honra esta noción: la puesta en valor y el enriquecimiento de nuestro legado humano. En el centro de la cour Napoléon, se alza la famosa pirámide de cristal del Louvre, comisionada por el presidente francés François Mitterand y diseñada por Ioh Ming-Pei. Desde los años ochenta sirve de entrada a las maravillas de uno de los museos más importantes del mundo. El recinto completo comprende cinco pirámides en total: la principal, de 21 metros de altura, tres piramidones y la famosa pirámide invertida, que ha dado pie a numerosas teorías de la conspiración. El conjunto, con esta figura ancestral reencarnada en cristal, conecta nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, recordándonos que, a pesar del progreso, nuestra naturaleza más profunda es inmutable.
Sergio G. del Amo

