LA SEXTA RELIGIÓN
MODA #32LA SEXTA RELIGIÓN
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A pesar de las veces que se ha tachado (y se tacha) al mundo de la moda de ser superficial, vacuo e incluso falso, este parece resistir cada ataque sin inmutarse e, incluso, parece ganar en solidez cada vez que se erige sobre cualquier crítica poco original, afianzando su presencia en silencio, confirmándonos que siempre va a estar ahí. Siempre me ha interesado este hecho, pero solo he empezado a entenderlo recientemente.

Son incontables las ocasiones en que diferentes publicaciones y voces individuales se han referido a la moda, desde fuera, como un credo, una religión o incluso una secta. Normalmente esta “metáfora” no se desarrolla, y se utiliza simplemente para ridiculizar a estos personajes, estos “fashion victims” que pueblan las calles y gradas de pasarela de las capitales globales de la moda, y que resultan en extremo inescrutables para el ciudadano medio. A ojos de estos testigos externos, estas personas parecen vivir en una realidad paralela, de referentes casi independientes del mundo exterior y de idiosincrasia desenfadada e individualista en extremo. Esto, per se, no molesta (los brokers también viven en una realidad paralela que todos, sin embargo, parecemos aceptar como normal); el problema es que el centro de este universo paralelo, este “mundo de juego y fantasía”, se basa única y exclusivamente en prendas, complementos y perfumes. Y es en este punto cuando dudo. ¿Acaso estos artículos no son productos, objeto de consumo, igual que un libro, un coche o una lechuga? ¿Por qué les damos menos validez? ¿Acaso tiene que ver con la función y el valor que les presuponemos?
He de aclarar primero que, lógicamente, comprendo la diferencia de funciones básicas entre una lechuga (nutrirse), un libro (cultivarse) y un bolso (vestirse). Parece lógico afirmar que, por orden de importancia, atendiendo a las necesidades humanas, la lechuga iría “primero”, y el bolso el “último”. Pero pensemos. La civilización occidental (en cuyo seno nació la moda, en el siglo XIV) se ha erigido tradicionalmente como adalid del progreso, de la sofisticación de la vida humana, de la “huida de la naturaleza”. Desde siempre, Europa ha sido un referente en todo el mundo (merecidamente o no, eso ya es otra discusión) como ejemplo deseable de la existencia y el desarrollo humanos. La moda bebe de este pensamiento, y constituye un elemento de sofisticación máxima, al desterrar lo básico de la indumentaria y traer a escena “el vestir”, un verdadero acto socialmente orientado, que no solo práctico, que expresa, muchas veces, mucho más de lo que parece a simple vista, y que se encuentra íntimamente ligado al zeitgeist de cada momento. La importancia de este hecho es enorme. ¿O acaso podríamos reconocer hoy en día a la reina Isabel l por las calles de Londres si no fuese ataviada con alguno de los vestidos que luce en sus retratos? ¿Sabríamos distinguir (en el siglo XVIII) a una persona acomodada, si no fuese por las prendas que portaba?


Considerando todo lo anterior, parece evidente que una prenda no es “sólo” una prenda. Puede constituir un símbolo o un signo de algo mucho más profundo, de algo tan intangible como la organización social de una civilización o el carácter de un emperador. Es aquí donde encontramos el inmenso valor de la moda. En ella se unen aspectos sociales, económicos, artísticos, ideológicos y hasta político, para crear un verdadero reflejo del medio ambiente humano que le da vida. Cierto es que no podemos consumir un pantalón para nutrirnos, y que llevando un collar no participamos de la cultura (o quizá sí). Pero es que resulta absurdo valorar un fenómeno como el de la moda con parámetros meramente prácticos. El valor de la lechuga lo puedes saborear y, cuando ya se ha extinguido, puedes ver la nada que deja tras de sí, y el saber que te proporciona el libro lo puedes, literalmente, ver, página tras página, y sentirlo en tu mente día tras día. ¿Pero las prendas? ¿Qué proporcionan? Algunos dirían, vagamente, que bienestar. Otros muchos más mencionarían la vanidad y el despilfarro sin miramientos. El resto (la mayoría) no sabrían contestar. Lo curioso es que ninguno estaría en lo cierto, porque lo que nos impulsa a formar parte del juego de la moda, a mi modo de ver es mucho más complejo que un simple sentimiento pasajero.
Y es en este momento cuando volvemos a hablar de religión. O, más ampliamente, de credo, o creencia. Y lo interesante es que todos participamos de ella, tanto por acción como por omisión. No podemos escapar, ya que negando su existencia (es decir, yendo en chándal a un funeral, por ejemplo) estamos inevitablemente participando de su juego. Retorcido, ¿no? Y es que moda y sociedad han evolucionado hasta hacerse casi inseparables. Los que seguimos la moda (no necesariamente los que vestimos a la moda, sino los que estamos en su órbita y manejamos sus reglas) somos verdaderos creyentes. No del poder del estatus, aunque sea quizás este aspecto lo más visible de este universo, sino del poder del propio ser humano para sofisticarse y honrar sus propios referentes autocreados y su cultura, generando nuevos momentos culturales temporada tras temporada. Participar del juego de la moda incluye al individuo en esta humanidad total, en esta esperanza estética por el progreso. Es algo que atrapa, porque, además de hacerte sentir su fuerza irrefrenable, puedes utilizarla para reafirmar tu propia identidad, amoldándola a tu personalidad. Así, por efecto de multiplicación, el mensaje muta en una miríada de rostros distintos de objetivo común, que se reúnen año tras año al pie de la pasarela, esperando a que empiece el show.

Sergio García del Amo

