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LA DOLCE VITA

OCIO #37

Il dolce far niente, como dicen los italianos, es un arte que los seres humanos llevamos cultivando desde los albores de la civilización. Ryanair y Booking tienen, cómo no, su razón de existir. Tanto si acabas de terminar tus últimas vacaciones como si las comienzas ahora mismo y nos lees desde el avión a Bali, acompáñame en este viaje a través del maravilloso mundo del viaje, el placer y el descanso.

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Siempre he querido veranear como un romano. Para más señas, como uno particularmente rico y famoso. Marco Licinio Craso, el Amancio Ortega de su tiempo, el primer siglo antes de Cristo, llegó a amasar el equivalente actual a varios miles de millones de euros. Fue, sin duda, uno de los hombres más ricos de la historia y se preocupó de contar con un lugar de recreo a su altura. Lo encontró, como otros tantos integrantes de la clase alta romana, en Baiae, a pocos kilómetros de la actual Nápoles. Baiae, o Bayas, fue un verdadero resort para los privilegiados, una ciudad balneario repleta de fastuosas villas, jardines de ensueño, magníficos templos, e incluso con oráculo privado y restaurantes que hacían las delicias de los afortunados que se retiraban allí a descansar de las intrigas de la gran capital. Pompeyo, Augusto y Horacio con sólo algunos de los personajes que contaron con una residencia en este Montecarlo de la antigüedad, ahora en su mayor parte bajo el mar. Fueron, sin duda, ilustres pioneros de lo que 2.000 años después todos llamaríamos (comparaciones aparte) vacaciones.

La llamada Edad Oscura, tras la caída del Imperio Romano, vería también el final de estos lugares de recreo para las élites. En una Europa cristiana permanentemente convulsa las clases altas no podían abandonarse al placer si pretendían afianzar su poder, y los castillos no dejaban demasiado espacio para el esparcimiento. Habría que esperar al Renacimiento para disfrutar de nuevo del aire libre. En la Península, sin embargo, los árabes sí dejaron constancia física de su gusto por la comodidad y el refinamiento. No hay más que fijarse en la ciudad-palacio de Medina Azahara, construida con el único fin de garantizar el disfrute y descanso de Abderramán III y su familia. No sería hasta el reinado de Alfonso X el Sabio cuando se reconocerían oficialmente los primeros períodos vacacionales, destinados a jueces y clérigos. Esto no quiere decir que durante este tiempo el pueblo llano no tuviese oportunidad de disfrutar del ocio. Un campesino de la Baja Edad Media gozaba de bastante tiempo libre (probablemente más que tú, de hecho), encadenando celebraciones religiosas, eventos civiles y sociales e incluso ferias ambulantes, cuya presencia en los pueblos conllevaba una automática exención de actividad para todos. El viajar, sin embargo, continuaba estando solo al alcance de la nobleza y el clero.

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Sería a partir del siglo XVII cuando el acto de viajar se convertiría en un verdadero rito social para los jóvenes europeos de clase alta. El famoso grand tour los llevaba de periplo por Europa, recorriendo Francia e Italia y llegando hasta Prusia o, en ocasiones, hasta el Imperio Otomano. Los jóvenes que lo llevaban a cabo (principalmente nobles británicos) buscaban enriquecer su cultura y su manejo de lenguas extranjeras, mientras ampliaban su red de contactos y visitaban los hogares palaciegos de nobles extranjeros o familiares lejanos. Aunque solían ir acompañados de un adulto mayor como “carabina”, no son pocos los relatos que narran cómo estos viajes se convertían en verdaderas experiencias iniciáticas en campos, digamos, más “terrenales” que la filosofía clásica o la arquitectura barroca. Estos movimientos geográficos tan amplios únicamente motivados por el disfrute no dejaron de ser algo novedoso, considerando que, hasta este momento, la nobleza y el clero solo se habían molestado en viajar por razones políticas o financieras, y las travesías internacionales e intercontinentales estaban reservadas a comerciantes, diplomáticos y prófugos de la justicia, que raramente, me temo, las realizaban por placer.

El desarrollo del transporte que tuvo lugar desde finales del siglo XVIII favoreció la movilidad, acortando los tiempos de viaje y abaratando sus costes. Además de facilitar las transacciones comerciales, la implantación masiva del ferrocarril en Europa hizo posible conectar las diferentes regiones de un país con una agilidad inconcebible hasta entonces, y el barco de vapor permitía relativizar el condicionante del viento a la hora de emprender una travesía por mar y facilitaba la navegación fluvial. No es de extrañar que Phileas Fogg viese perfectamente posible dar la vuelta al mundo en tan sólo 80 días precisamente en esta época. Nunca antes el mundo había sido “tan pequeño”. Las clases altas y una burguesía en pleno auge favorecerían, gracias a la iniciativa de reinas y emperatrices como la gran duquesa María Alexandrovna o Eugenia de Montijo (a.k.a. la influencer primigenia), un incipiente turismo de bienestar, trasladándose en verano desde las grandes ciudades a balnearios o zonas costeras más agradables. Basta pasear por San Sebastián, Biarritz o Niza, o visitar Karlovy-Vary o Baden-Baden para entender este fenómeno, que ha servido de inspiración al mismo Wes Anderson para su maravillosa película Gran Hotel Budapest.

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El siglo XX vería el nacimiento del turismo moderno. Después de la Segunda Guerra Mundial comenzaría el ascenso meteórico de la industria del viaje, ayudada en gran medida por el desarrollo de las grandes aeronaves a reacción. Los años 50 y, sobre todo, los años 60 serían los años de la verdadera jet set. Compañías como la icónica Pan-Am llevaban a los ricos y famosos de un lado a otro del Atlántico en confortables asientos que, obviamente, nada tienen que ver con los actuales, brindándoles un servicio a bordo digno de cualquier resort de lujo. El desarrollo de la industria hostelera fue enorme. En Estados Unidos surgieron desde hoteles sin nada que envidiar al Overlook de ‘El Resplandor’, con su encanto de tiempos perdidos, a templos del exceso como cualquier resort de Las Vegas. En Europa, películas como ‘La Dolce Vita’ o ‘Atrapa a un Ladrón’ muestran el glamour del viejo continente en esta época, exhibiendo la mejor cara de Italia y una Costa Azul de ensueño poblada de palacetes y hoteles de lujo. Las clases medias accedían ya de forma generalizada al turismo de costa, que conllevó el boom en los 70 de ciudades como Benidorm en España, Cancún en México o incluso Río de Janeiro en Brasil. Muchas son las imágenes icónicas que tenemos de este tiempo gracias al cine y la televisión, Alfredo Landa o Paco Martínez Soria mediante.

Los 80 y los 90 fueron años de enorme desarrollo. Unas amplias infraestructuras y una aviación más asequible hicieron posible para gran parte de la sociedad comenzar a ver el viaje en avión y las vacaciones internacionales como una posibilidad. En nuestro país la adquisición de una segunda vivienda comenzaba a ser accesible para muchos, y los españolitos suspirábamos por aquel apartamento en Torrevieja que nos ofrecía Mayra Gómez Kemp en ese hito histórico que fue el ‘Un, dos, tres’. La posterior llegada de internet y la bonanza económica de principios de milenio afianzaron la masificación del turismo. Volar era más barato que nunca gracias a las aerolíneas de bajo coste y las agencias de viajes y, después, las webs de chollos que ofrecían Perú en una semana o Italia en cuatro días disparaban su actividad. Cualquiera, aparentemente, podía viajar en los años 2000. Cada lugar a visitar fue, a partir de entonces, un bien más a consumir, un país a tachar, una foto más que subir a Instagram. Las redes sociales han diluido, que no hecho desaparecer, el componente de estatus que da el viajar y, paradójicamente, invisibilizan los destinos al ofrecer de ellos una visión sesgada y pulida que, aún siendo falsa, atrae a más y más visitantes. El último cómputo global de turistas internacionales es de unos 900 millones. Y yo me pregunto, ¿qué viene ahora?

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Sergio G. del Amo

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