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FASHION MOMENTUM

MODA #34

La moda se compone de momentos. Más dilatados o más breves, estos tiempos (cortos o largos, desde una fotografía a una tendencia) avanzan a la par con la historia y la sociedad en cuyo seno transcurren. Su cantidad es prácticamente infinita, y su calidad y tipologías extremadamente variadas, pero hoy nos centraremos en el evento por antonomasia, allí donde todos quieren estar, nuestra liturgia particular: el desfile.

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Lo que hoy día conocemos como “desfile de moda” es un formato relativamente reciente. En los años cincuenta, las “pasarelas” eran, básicamente, un catálogo en movimiento. Destinados a una clientela selecta y hermética, estos shows no tenían demasiada proyección externa, y los looks que se presentaban veían la luz en las publicaciones a través de fotografías independientes. Eran otros tiempos, y habríamos de esperar al nacimiento del prêt-à-porter (Saint Laurent mediante) para comenzar a apreciar ciertos cambios. La moda comenzaría entonces a salir de su burbuja y (esto es una consideración casi personal) su progresivo proceso de democratización. Según este último avanzaba, fueron haciendo su aparición diversas firmas que, buscando fortalecer su propio relato, introdujeron aspectos propios e innovadores en sus desfiles, dejando atrás el encorsetamiento de antaño. Pero sería a partir de los años noventa cuando tendría lugar el auge de los desfiles de moda como auténticos eventos centrales de la industria. Inmediatamente se nos vienen a la cabeza los espectaculares montajes de McQueen, las fantasías de Galliano para Dior o los shows kilométricos de Mugler. Estos auténticos espectáculos (pues no se pueden calificar de otra manera) establecerían el concepto líquido de lo que hoy en día conocemos como “desfile de moda”.

En la actualidad, a la hora de organizar un show, una firma tiene como límite únicamente la imaginación de su departamento de comunicación (o, en su defecto, el propio diseñador) y, claro está, su presupuesto. Hemos sido testigos de casi todo. Desde la pasarela de tintes más clásicos, con los invitados sentados en línea recta y las modelos simplemente yendo y viniendo, a verdaderas fantasías donde éstas llegan al desfile en tren (Dior, 1998-99), se encuentran internas en un manicomio (McQueen, 2001), se pasean por una playa (Tommy Hilfiger 2016; Chanel Resort 2018) o un supermercado (Chanel, 2014-15) , o incluso van a misa (Mulberry, 2016-17) y montan en tiovivo (Chanel, 2008-09; Louis Vuitton 2012). Los montajes se convierten en verdaderas obras de arquitectura efímera con costes a veces exorbitados y, aunque los tiempos se han acortado desde los años noventa, la introducción de números de danza, música en directo y otros tipos de performance es de lo más corriente. Todo esto es comprensible, y es que, en un mundo saturado de productos y falto de narrativa, las firmas ven necesario crear una experiencia completa alrededor de su propio nombre. Un aura, algo similar a ese allure o je ne sais quoi de antaño, que hace mucha falta en un mundo sin relato, sin memoria.

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He mencionado ya algunos ejemplos espectaculares de lo que es hoy llevar un desfile a su máxima expresión, todos de firmas extranjeras. ¿Esto quiere decir que en España no nos molestamos en producir shows que valgan la pena? Nada más lejos de la realidad. Existen firmas con una identidad lo suficientemente marcada como para dar lugar a desfiles coherentes y espectaculares. Sin embargo, contamos con una diferencia importante respecto a otros países como Francia e Italia, y es que nuestro mercado del lujo no tiene nada que ver con el suyo. No presenta la misma envergadura ni se encuentra tan ligado con nuestra “identidad nacional” como el suyo ni, por descontado, se plantean del mismo modo. Al fin y al cabo, Chanel, Dior y similares sobreviven (holgadamente, eso sí) principalmente gracias a sus ventas de perfumes, maquillaje y complementos, y el desfile, para ellos, constituye una especie de megaspot de identidad de marca, destinado a alimentar el deseo de todos aquellos que, precisamente, no pueden acudir a él, y que realizan, paradójicamente, la mayoría de las compras que los mantienen a flote. En España, aún contando con firmas de funcionamiento similar, la mayoría del mercado de la moda se encuentra esencialmente en sus prendas y, por tanto, nuestros planteamientos en materia de comunicación son bastante diferentes.

Estrechamente relacionadas con este papel central de la prenda encontramos a las marcas más jóvenes e independientes, diseñadores y diseñadoras que parecen estar más conectados con el alma de la moda que los grandes conglomerados del lujo, proponiendo identidades con las prendas y no a través de ellas (diferencia sutil pero importante a mi modo de ver). Algunos buenos ejemplos, entre otros muchos, podemos encontrarlos en nombres como Euphemio Fernández, MadridManso (su último fashion film es maravilloso), Christian Simmon (quien hizo alarde de su talento también en el campo musical) o los geniales Brain&Beast.

Todos ellos incluyeron algún elemento “disruptivo” coherente en sus desfiles, cosa que muchas marcas ya establecidas (con más medios, en principio, que las más jóvenes) no ven ya necesario hacer, y esto me hace sentirme esperanzado. ¿Quizá estemos recuperando parte del sentido de lo que una vez fue la moda? ¿O el invertir en identidad solo responde a una necesidad de autoafirmación o puramente mercantil? El tiempo habrá de decidirlo. Mientras tanto, habremos de disfrutar de las inmensas hogueras de las vanidades que nos maravillan temporada tras temporada bajo los techos del Grand Palais o sobre los suelos de mármol de los palazzos milaneses, que, todo hay que decirlo, no están nada mal.

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Sergio G. del Amo

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SSSTENDHAL magazine
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